Proyectos

 

Porque los viajes siempre tienen regresos; porque cuando uno viaja sólo se lleva su cuerpo, pero su alma y sus memorias siguen estando un poco o mucho por donde andaban; porque acá, en este París, seguirá viviendo Manuelita, con o sin su relatora, este regreso no será más que uno de muchos, espero.
Esta "entrada", la tenía en borrador, vaya a saber uno porqué, debió aguardar en la sala de espera hasta hoy:

Nunca fui demasiado entusiasta con mis proyectos. Es más, pocos deseos he dejado madurar hasta la edad de proyectos; más bien, siempre tuve la cómoda tendencia a frenar mis aspiraciones antes que la imaginación le diera rienda suelta a mi ansiedad y se concretaran en un abrir y cerrar de ojos. La razón de tanta racionalidad junta, la ignoro.
Pero hace un tiempo me le animé a uno de mis inveterados proyectos, y ya es una realidad.
Y es uno de aquellos que me lleva otra vez a todo este mundo de mi infancia, y que pone en práctica las ganas siempre intactas de que otros puedan disfrutar de lo que yo tuve suerte de gozar. Porque siempre me gustó más regalar que quedarme con el regalo.
Ya de niña inventaba las oportunidades infinitas para regalar; y cuando no había algún preciado regalo recibido para re regalar, debía poner manos a la obra e inspirar la creación. Así le he hecho un babero a uno de mis hermanos, recortando un pedazo de toalla y pedacitos de tela, cocidos como voladitos con la prolijidad de una mosca haciendo de araña; o un perchero con un trozo de madera de cajón de gaseosa y broches de ropa pintados con la pintura marrón y celeste que quedó tras la lavada de cara de la pileta; o un portalápices de lata que se iba deshojando día tras día cuando perdía los adornos que inocentemente había querido pegar con plasticola.
Mi ansiedad no se ha amigado nunca con mis irrefrenables deseos de ver la cara de alegría del destinatario; pero mi mayoría de edad me permitió ser titular de una tarjeta de crédito que hoy está más destinada a regalar lo deseado e inasequible, que a llenar las alacenas. Debo confesar que sólo es síntoma de mi narcisismo más sano, queriendo quedarme con la sonrisa del otro, y eternamente en su recuerdo.

Péndulo

Por la sencilla circunstancia de ser la mayor, en casa había una especie de acuerdo tácito que me confería el encargo de mantener ordenada y limpia la casa, y de ocuparme de mis hermanos (con todos los etcéteras que vienen detrás de 2 preadolescentes y dos criaturas) hasta que mamá llegaba de trabajar y estudiar. Y eso traía a colación hacer meriendas y cenas, revisar cuadernos de comunicaciones, preparar el uniforme, mandarlos a bañar, evitar que rompieran alguna ventana con la pelota, y amenazar con un "se lo cuento a papá" ante la inevitable pelea de manos entre varones.

A grandes rasgos, nunca padecí demasiado esas "tareas extras" que me endilgaron las circunstancias de una familia numerosa, los escasos ingresos mensuales, y una pareja de padres con vocación.

Lo toleraba, un poco porque me servía de excusa perfecta para rechazar las propuestas que por ser típicas de mi edad, hubiera debido aceptar si no quería dar crédito a los ya instalados prejuicios de que yo era una chica rara; y otro poco por la satisfacción que me daba tener un plus de poder sobre mis hermanos, que entre otras cosas lograba que llamaran a mi mamá para pedirle infructuosamente que les levantara la penitencia que yo les había impuesto. No en vano me gané el mote de "Freddy Krueger", que venía a colación de los arañazos en los brazos que conseguían al desobedecerme, o el de menos dramático de "carcelera", motivado por mi particular forma de servirles la comida.

Molestaba de a ratos, cuando sin previo aviso el acuerdo se convertía en expreso, ante la denuncia de incumplimiento, lo que me obligaba a defenderme al grito de "no es mi obligación", cayendo frustradamente en la cuenta de lo que me perdía por estar haciendo de "segunda mamá", o de la al menos inoportuna edad para asumir tanta responsabilidad.

Pero había días en los que rescataba mi rol de adolescente. Los miércoles llegaba a casa antes que el resto de la familia, y después de ordenar y limpiar, me dedicaba a disfrutar mi música, lo que la vorágine de los días escolares, y el griterío de cuatro hermanos varones nunca me dejaban. Escuchando a todo volumen algún casete de Nana Mouskouri o los que tenían grabados mis temas favoritos, me bañaba tranquila y luego me recostaba en la cama de mis papás deseando profundamente que esos instantes duraran la vida.

Muchos años después, la historia se repitió, y esta vez con toda la culpa a cuestas, me volví a perder en lugares que no eran míos.

Pero un día (y valga el mediocre recurso poético) todo cambió, y todo volvió a ser igual que antes: vuelvo a desear instantes para toda la vida.


Desbalance

De a ratos vuelvo a sentirme con la euforia de antes, por contagio o por contrera. Y en el resto (ya sin peros) sigo pidiendo explicaciones a lo que dejé ir, a lo que me sacaron, y a lo que se fue, aún frente a la burda conciencia de que no hay nada que cambiar.
Pero (y ahora sí lo vale) vuelvo a construir, así todo huele a nuevo; reconstruir ya no me basta. Y de alguna forma sutil, lo esencial se acomoda en su lugar otra vez, regalándome una rutina que me pacifica, que me deja ver por encima de mi hombro.
Ojalá que dure; ojalá mejore.

Camino

La verdad, es que hasta hace un par de años no le encontraba el más mínimo gusto a la caminata. Y por eso puedo recordar como hitos las pocas caminatas que atravesaron mi años menores.
Algunas tardes, mientras mi abuelo dormía la siesta, salíamos con mi abuela a caminar por los alrededores de mi quinta. A pesar de mi disgusto con el esfuerzo físico, encontraba placer en pasear admirando las ostentosas casas con sus inmensas piscinas (la de mi quinta era una linda pileta, pero la de esas mansiones eran "piscinas"), juntando semillas para plantar en el parque, o piedras para hacer centros de mesa; todo adornado con sus infaltables chismes sobre nuestros particulares vecinos (según ella, la casa de donde sacábamos las semillas de eucaliptus pertenecía a Pinky).
No lo disfruté igual cuando en nuestras primeras vacaciones a La Falda, mi papá quiso motivarnos a escalar durante horas, en medio del calor y la incomodidad de la montaña, con la visión de una catarata que encontraríamos al final del camino, y que se convirtió en un modesto chorrito de agua de deshielo que salía de un caño clavado en una piedra, y que apenas nos alcanzó para refrescarnos las muñecas, y saciar la sed que veníamos acumulando luego de nuestro picnic de sandwiches.
Pero hace dos años, la buena compañía y la búsqueda de silencio interno, me despertó el gozo más sencillo que conozco. En esos tiempos salía a caminar para escaparme de lo que no me gustaba, para encontrar instantes de lo que sí quería, para provocar ese viaje que me llevaría a París.
Hoy camino sin motivo, simplemente porque me hace bien estar sola, ser una más del montón; y siempre, siempre que camino recuerdo esa compañía que sin saber me enseñó que se puede comprar paz, a cambio de tiempo.

Entre el desorden

No necesito psicoanálisis para descubrir que mi obsesión por el orden tiene origen en mi infancia.
De la suma de la escacez económica y una casa en construcción, resulta la falta de espacio; y de ahí a vivir 11 eternos años durmiendo junto a una mesa de comedor y un bargueño, hay sólo una mudanza.
Así fue, cuando a los 6 años nos mudamos del modesto pero confortable dos ambientes en el que cabían mis papás con tres criaturas, a una casa inmensa en la que su eterna construcción, sólo dejaba habilitados tres ambientes.
Allí perdí el privilegio de la distribución, y pasé a compartir el dormitorio con mis hermanos y con todo el rejunte de muebles que se querían conservar y no había donde poner. La inmensa mesa de comedor, transformada por la necesidad en escritorio, arrimada junto a un bargueño que varias veces me marcó con moretones mientras intentaba esquivarlo al levantarme al baño durante la noche, convertían esa gran habitación en un laberinto.
Pero la incomodidad tenía su ventaja en la proximidad: podíamos hacer la tarea, merendar y jugar en el mismo lugar; y de paso, dar rienda suelta a la curiosidad, husmeando en los cajones y estantes, donde mis hermanos "rescatarían" la colección de autitos antiguos de mi papá para jugar a las carreras con ellos, y yo descubriría que el wisky que guardaban en el bar no servía para jugar al te con las muñecas.
Supongo que habrá sido por esa carencia de espacio, que mi papá jamás se sacó la costumbre de apilar libros por cualquier lado. Mi casa no era mi casa si no encontrabas una taza de café , el peine o el teléfono arriba de una columna de libros.
Durante un tiempo, que duró lo que un suspiro, tuve el honor de tener un dormitorio sólo apto para dormir, ubicado técnicamente en medio de la cocina; allí sí pude despacharme a gusto comprando un hermoso velador para mi mesita de luz que guardaba zapatos, y ordenar mi incipiente biblioteca en el escritorio que la humedad, que ya hacía estragos en mis pulmones, deformaría hasta el punto de que los estantes parecían sonreir.
Así es como hoy, el orden puede ser la razón de una discusión visceral o el motivo para descartar la adquisición de un bien preciado, sólo porque no tengo donde ponerlo.No acepto -inexorablemente- cajas guardadas en armarios, llenas de objetos regalados o comprados para ser exhibidos; ni tolero libros sobre el piso, o papeles fuera de los cajones. Porque en mi mundo ideal todo tiene su lugar, y esos lugares no se crean, se encuentran.
Sí, se que soy obsesiva, y me enorgullece serlo, porque así valoro mi casa, aprecio a quien regala y a quien visita; y mis concesiones, valen doble.


De eso se trata...

...de que aún existan las primeras veces. Como era cuando los noticieros me aburrían; cuando la tierra no significaba mugre; cuando lo que esperaba era el recreo; cuando era suficiente cubrirme la cabeza con la sábana para que el monstruo dejara de existir; cuando le dedicaba días del calendario a llorar por lo que quedaba escrito en mis cuadernos; cuando me metía a la pileta solo con bombacha; cuando el piso era cómodo; cuando me hacía reir a carcajadas el cuento de la Buena Pipa; cuando comer con la mano no era un acto de rebeldía; cuando quedarse dormido antes del postre era una catástrofe; cuando sólo tenía mejores amigos; cuando el fastidio se me notaba en la cara; cuando la sorpresa tenía la medida soportable tan sólo con taparme los ojos; cuando creía en el horóscopo y era capaz de estar horas sentada en el escalón de un edificio desconocido esperando un encuentro casual; cuando irse a dormir era una penitencia; cuando mis comidas favoritas eran dos; cuando viajar en tren era una aventura...

Sueños de miedo

Me sorprendí despertándome de golpe, de un sueño que temo premoritorio, en el que tuvieron rienda suelta todos mis miedos, encarnados en perfecciones que pelean contra mi autoestima, en escenas que acusan recibo de pasados demasiado presentes, y en finales anunciados; una síntesis del dolor que supe provocar y que como un boomerang viene a tomar su lenta revancha.
Sin la más mínima conciencia de lo que hacía, me despabilé cuando terminé de escribir todo la interpretación de mi pesadilla en un relato de esos que cuando se leen se los reconoce ajenos. Demasiado exacto; demasiado evidente; demasiado posible.
Y mi día se pareció a esos que antes me tenían refugiada en mis escondites hasta la noche.
Extraño mis escondites. Los tuve hasta cuando ya no fui tan chica y podía irme lejos para descargarme o llorar. Estaban en mi quinta, en ese hueco exterior que dejó el constructor entre el dormitorio y el galpón, en el que apenas cabía sentada, pero donde nadie me veía a menos que se parara justo frente a mí; o en una de las esquinas del parque, detrás del inmenso tronco de un pino; o detrás de la habitación chica de la planta alta de casa, entre la pila de libros que esperaban una biblioteca.
Solía escabullirme muchas veces para dejar escapar mi angustia, hasta que cansada de llorar o patalear (literalmente pataleaba mientras gritaba mordiéndome los labios) me distraía con algún libro que encontraba en la pila sobre la que me sentaba, o viendo tras el cerco al vecino que mi abuela había bautizado de ex nazi exiliado, y lo acusaba de subsistir comiendo perros que mataba de una cuchillada.
Ya no tengo escondites reales pero aún necesito aislarme, caminando desapercibida por el entorno.
Ya no sueño que doy saltos tan altos que me hacen volar, ni que bailo perfectamente un vals con el vestido que vi en la propaganda de la tele. Mis pesadillas son más complejas que soñar que voy al colegio en pijama, o que no tengo los zapatos puestos cuando me encuentro con el chico que me gusta.
Y tampoco puedo dormirme pensando en mis dibujitos favoritos para fabricarme mi sueño ideal, o continuar el sueño luego de haberme despertado en la mejor parte para ir a hacer pis.

"...eliminar esos rotundos soñar y despertar que no querían decir nada, situarse más bien en esa zona donde otra vez se proponía la casa de la infancia, la sala y el jardín en un presente nítido, con colores como se los ve a los diez años, rojos tan rojos, azules de mamparas de vidrios coloreados, verde de hojas, verde de fragancia, olor y color una sola presencia a la altura de la nariz y los ojos y la boca..."
"Hizo un violento esfuerzo para salirse del aura, renunciar al lugar que lo estaba engañando, lo bastante despierto como para dejar entrar la noción de engaño, de sueño y vigilia, pero mientras sacudía unas últimas gotas y apagaba la luz y frotándose los ojos cruzaba el rellano para volver a meterse en la pieza, todo era menos, era signo menus, menos rellano, menos puerta, menos luz, menos cama
..."
(
"Rayuela", Julio Cortázar)

Descarga

Cuando estoy más cerca de mis lugares, me desarmo pacíficamente. Aunque traiga a cuestas dolores, insatisfacciones, o fracasos, para mí la queja es lo más inocuo.
Nada me hace mejor que contar con el tiempo libre para despacharme gratuitamente: llorar aunque exagere el síntoma, sobrestimar el mal rato, aunque no valga la pena el enojo; necesito expirar la mugre.
Se que aún no aprendí a no desperdiciar el resto del día, limpiarme y seguir libre del peso molesto, pero también se que me ha hecho peor seguir como si nada me transformara. Y por eso prefiero la reacción a la indiferencia, el enojo al desencuentro.
Quiero seguir guardando mi alma para los ánimos que elijo conservar, y no para los que se imponen y roban lugar.

El dominó de mi abuelo


Este es el dominó de mi abuelo, con el que jugaba las tardes en su casa, una y otra vez, porque con él todo era entretenido, aunque se lo repitiera hasta el cansancio.
Las fichas son minúsculas; no se como hacía para verlas. Pero con o sin dificultad para distingirlas, jamás me dejaba ganar si no era en buena ley.

Mi abuelo no hablaba mucho, pero se sonreía todo el tiempo. Tenía la sonrisa más fresca y tierna que jamás vi.
A él le gustaba hacer, y se aburría mucho si no podía estar trepado en alguna escalera hecha por él, cortando el cerco, limpiando la pileta, o arreglando la parrilla.
Adoraba compartir esas tareas con él, porque tenía la virtud de contagiar sus ganas. Y así me enseñó a no amedrentarme y ponerle manos a la obra cuando había algún cajón roto, o alguna pared para pintar.
Algunos flashbacks:
Era mi abuelo quien me iba a buscar todos los mediodías al jardín de infantes, para llevarme a almorzar a su casa. Siempre me traía un par de caramelos gigantes de dulce de leche -que debía comer en tres partes para no ahogarme-, y escuchaba pacientemente mis peroratas sobre el funcionamiento de los semáforos o sobre alguna cuestión médica, mientras caminábamos a la parada del colectivo 132, que estaba justo frente a una juguetería que jamás vi abierta.
Una tarde en la que nos vio a mis hermanos y a mí jugando a la familia, nos construyó una cabaña con troncos atados con hojas de palmera, entre dos de los pinos de mi quinta, para darle la escenografía ideal a la fantasía . Estaba tan bien hecha, que ni siquiera dejaba pasar la lluvia, y duró meses en pie.
Todas las noches era él el encargado de ponerle el cloro a la pileta para mantenerla limpia, y yo la elegida por mi abuelo para hacer la innecesaria "revuelta" del agua, nada más que para darme el gusto de cumplir el deseo prohibido por mis papás de meterme a la pileta a la noche.
Los asados de mi abuelo eran los mejores, sobre todo el pollo a la parrilla. Pero aún mejor eran las charlas que compartía con él frente a la parrilla. Cuando iba a hacerle compañía, me tentaba con algún bocado especialmente dedicado para que me quedara conversando, sobre cualqueir tema que la ocasión brindara: las estrellas, los sapos, el colegio. No se cuál era su secreto (a menos que el amor le de tanto sabor a las comidas), pero jamás volví a probar un pollo a la parrilla tan rico.


Santos y demonios


Desde los ocho años hasta los doce tuve una especie de florecimiento místico, fomentado por las vísperas de mi Primera Comunión, las clases intensivas de catequesis en mi colegio, y el trabajo comunitario que mis papás habían asumido en la iglesia de mi quinta.
El éxtasis de Sor Juana se me acabó cuando dejé de torturar al cura confesándome cada mala palabra que decía, y empecé a pasar horas hablando por teléfono con mis amigas sobre los varones de los colegios vecinos al nuestro.
Durante ese tiempo, adoré ser parte activa de las misas dominicales de la parroquia de mi quinta, leyendo las lecturas, cantando los coros, siendo monaguillo o preparando las hostias para consagrar. Pero me gustaba aún más que la participación de mis papás en esa parroquia me daba acceso a lugares y a personas que otros niños ni siquiera imaginaban: conocía la sacristía y la casa donde dormían los sacerdotes; nos quedábamos después de misa jugando con el órgano Hammond o en el confesionario; y compartíamos cenas en casa con el párroco, quien incluso llegó a ser padrino bautismal de uno de mis hermanos.
Paradojicamente, las circunstancias sagradas a veces envilecen más que lo que santifican.
Así fue como las felicitaciones que habitualmente recibía por mi buena declamación o mi linda voz, y ese libre acceso a lo que era incógnito para el "vulgo", me hacían sentir en un lugar especial del que me regodeaba silenciosa pero innoblemente.
Y cuento eso para no avergonzarme dando a conocer que estuve maquiavélicamente tentada de robarme el muñeco del Chapulín Colorado, que junto con otros juguetes igualmente envidiables, habían donado a la parroquia para repartirlos el día del niño; durante semanas debí soportar verlo guardado en el mueble de los platos, sin siquiera animarme a tocarlo para no darle rienda suelta a la tentación. Me alivia pensar que Kant tenía razón, y que no es moralmente bueno el que disfruta siéndolo, sino el que aún no queriendo serlo, se esfuerza y lo consigue.
Pero a veces, mi remordimiento ni siquiera se tomaba la molestia de aparecer en mi conciencia, y liberaba la zona para que pudiera robar algo del dinero de la colecta de la misa, que mis papás se encargaban de contabilizar y custodiar (finalmente, las mentiras no tienen patas tan cortas, y recién 25 años después mis papás se enterarán no sólo que su hija era la encarnación del pecado al séptimo mandamiento, sino de porqué no les cerraban las cuentas de la parroquia). Sí, ya se que debería tener prontuario por reincidente, pero en ambas ocasiones era inimputable.
Ahora bien, cuando se organizaban los festivales o las peñas, la tentación me dejaba en paz, me olvidaba de mi pretendida condición especial y volvía a sentirme una más, disfrutando a la par de cualquier chico.
Me sentaba en una de las sillas de madera plegables, dispuestas en damero en el galpón que se escondía atrás de la parroquia, y que hacía las veces de salón de fiestas y afines, mirando al escenario rudimentario en el que se realizaría algún sorteo, actuaría algún grupo musical folclórico, o se representaría alguna obra con motivo del día de los Reyes Magos ("Llegaron ya los reyes eran tres, Melchor Gaspar y el Negro Baltazar, arrope y miel le llevarán y un poncho blanco de alpaca real...Changos y chinitas duermanse, que ya Melchor , Gaspar y Baltazar, todos sus regalos dejarán para jugar mañana al despertar..."). Pero lo que más me entusiasmaba era ver alguna de las películas que proyectaban en la pantalla portátil, ubicada en el medio del salón que se acondicionaba a modo de cine tapando las ventanas altas con papel afiche negro.
Mis papás habían comprado un proyector de Super 8 -que aún hoy recuerdo como ultramoderno, porque se podía usar como televisor si se le tapaba la lente-, y una o dos veces por mes programaban la exhibición gratuita de algún film que alquilábamos los viernes, en la calle Lavalle o en Alvarez Thomas, cuando íbamos camino a mi quinta.
El resto del tiempo ese proyector se quedaba en casa, y lo aprovechábamos a lo grande, mirando infinidad de películas proyectadas en la pared del comedor, escuchando sus sonidos mezclados con el ruido de la cinta al pasar; los chicos sentados en el piso, y el "grupo de la parroquia" tirados en las camas de uso múltiple -una decena de chicos que al estilo Pelito, noviaban entre sí, y aprovechaban las bondades de mi quinta: pileta, cena y cine gratis-.
Algunas de las escenas memorables que me regaló ese proyector: una cabeza estallando en mil pedazos en "Scanners"; mi papá sin barba y bigote; los honguitos bailarines de "Fantasía"; mis abuelas con capelinas en un casamiento...
El resto, una confesión fuera del confesionario, de la que me acordé mientras me dejaba llevar por una película de dibujos animados, proyectada en una pantalla portátil, ubicada a la mitad de un salón acondicionado a modo de cine, con las ventanas tapadas con cortinas oscuras, y sillas de de plástico puestas en damero, situado frente a la comisaría de un pueblo del interior.

"Nocturna": mi memoria emotiva